Sobre la fabricación de la Bankrobber

En la tienda Ludory, detrás de Gran Vía, pueden encontrarse todos los componentes de lámparas imaginables, incluyendo las cabezas de vidrio de las lámparas de banquero. Las tienen en el habitual color verde y también en amarillo, azul y blanco, así como en diferentes medidas. Fue allí donde se me ocurrió hacer una variación de esta clásica tipología.

La lámpara de banquero tradicional es mediana y tienen una presencia muy determinada. Está destinada a una actividad localizada, no muy extendida en el plano de trabajo, y no pretende resolver la luz ambiental.

La Bankrobber busca mantener este espíritu planteando una abstracción de sus elementos y una reinterpretación de sus materiales.

La cabeza exagera su inclinación frontal,  afilando el gesto hacia lo que alumbra como el pico de un pájaro. El fuste en forma de T entra en su centro, sujetando la cabeza en ambos laterales y albergando arriba una pareja de casquillos para las luminarias «bipin», evitando así el engaño de la lámpara original en la que, de las dos fijaciones idénticas, solo una conduce a la bombilla. La sección de la base cónica es como la de una pirámide egipcia, maciza y con túneles de servicio excavados en ella, ocultos al ojo y ajenos a la simbología, para el paso del cable.

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Verifiqué el tamaño con una maqueta de madera (la primera salida al mundo real desde el  render), y las estrictas proporciones iniciales 1:2 y raíz de dos no resultaron del todo adecuadas. Era cabezona, demasiado alta y el anillo inferior muy fino. La equilibré recortando trozos intuitivamente y, a continuación, ajustando las medidas para que mantuviera un esquema con números redondos, usando proporciones 1:1 y 1:3.

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El historiador Wolffling, en su librito sobre el Renacimiento y el Barroco, incide en la diferencia de planteamiento de ambos periodos: El Renacimiento es la placidez de la proporción. El Barroco es el efecto de la tensión. Aquí buscaba más lo primero. En las Mamet quizá algo más lo segundo.

Tras los cambios la lámpara mejoró su equilibrio tridimensional, lo que Wolffling llama «belleza apacible», citando al respecto las palabras Alberti sobre aquellos que al ver un bello edificio «se vuelven a mirarlo una vez más cuando marchan». Dudo de que el cerebro realmente capte la exactitud matemática en las proporciones, y creo que este apaciguamiento puede alcanzarse intuitivamente, pero la mantuve de todas formas por si me equivoco, como refuerzo teórico y por el placer de ver la precisión de los alzados.

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Esquema inicial

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Prototipo

En el primer boceto la base no era un volumen de revolución si no un cono deformado, con la punta desplazada respecto al centro de la base, que pensaba fabricar con la CNC de tres ejes de la gente de Control Mad. Pero al final acabé en el cono normal, teniendo así una excusa para descubrir un oficio nuevo: el tornero de madera.

Ya casi no hay torneros en Madrid pero en Maderas Agulló me dieron el teléfono de uno muy bueno que tenía el taller en Vallecas y llevaba «el mismo jersey de pelotillas desde hacía veinte años».

Tardó varios días en contestar mis llamadas porque, según me explicó a posteriori, el ruido del torno le impedía oír el único teléfono que tenía, que era un fijo situado en lo que él llamaba generosamente «oficina». Era muy seco al hablar y con mal humor me dijo que no tenía email así que si le quería enseñar algún plano tenía que ir en persona a verle.

Fui a Vallecas deseando conocerle. Llevaba puesto, efectivamente, su jersey lleno de pelotillas, que apenas podía intuirse bajo la capa de serrín que cubría todo su cuerpo. Le faltaba la falangeta de dos dedos de su mano derecha y era tan simpático que no parecía la misma persona del teléfono. Su taller estaba repleto de figuras de revolución de todo tipo y también de algunos muñecos de madera, que hacían pensar en Gepetto en seguida.

Durante el tiempo que estuve con él mientras me hacía dos unidades de la base cónica, hice un pequeño vídeo sobre nuestra conversación. Yo le pedía que me explicara el funcionamiento de sus máquinas y él se extendía en sus explicaciones con agrado. En vez de llamarme por mi nombre, me decía «hermoso» y parecía disfrutar mientras le grababa trabajando.

– Sácame guapo ¿eh?

Cuando terminó los conos me hizo unos improvisados regalitos: un diminuto mortero y una micro peonza, demostrando con orgullo que no había superficie de revolución que se le resistiera.

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– Yo tengo clientes muy famosos – dijo-, directores de cine, cantantes… Te voy a ser sincero, sí que tengo email, pero solo se lo doy a quien muestra verdadero interés… Estoy harto de tratar con gente que me hace perder el tiempo.

Me lo escribió en un papel, envolvió los dos conos y los regalos y me acompañó a la calle, donde tenía el coche. Al marcharme se despidió alegremente levantando su mano mutilada.

– ¡Adiós hermoso!

– ¡Encantado de conocerle! – respondí desde la ventanilla, alagado por el honor de llevar en mi agenda el email de semejante artista.

Yo quería madera oscura, casi negra, así que pensé en el ébano. Sería más caro pero ya contaba, esta vez sí, con que la lámpara iba a ser costosa y que supondría un porcentaje asumible del PVP final. De todos los oficios relacionados con la madera, el del tornero es quizá el que más material desecha debido a la cantidad de vaciado convertido en virutas. Tanto ébano pulverizado sería una verdadera lástima y el tornero disponía de mucho abedul.

De todas formas, pedí precio para ambas: el taco de ébano frente al de abedul rondaba los 1.000€ frente a los 60€, así que había poco más que pensar y solo faltaba disfrutar del mandato de la insolvencia:

– Abedul.

Pero el abedul debía estar tintado en negro. El corte cónico sobre la pieza maciza es maravilloso porque, en vez de verse la veta larga del corte longitudinal o la apretada del trasversal, se producen unas formas inesperadas, mezcla de ambas, que se entrecruzan. El tinte debía ennegrecer lo suficiente y a la vez permitir entrever este juego de manchas. Llamé a Cholo, el barnizador del Rastro que barnizó el roble de las primeras Mamet, para explicárselo. Me dijo que no veía problema en ello y que me haría un par de muestras con diferente densidad.

– Te va a gustar- me aseguró- Verás tus manchas.

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Pero antes del tinte necesitaba la cabeza metálica, y para ella no dudé en llamar a Raúl, el metalista con quién también conté para las primeras Mamet. Quería usar el mismo latón pulido que me había enseñado una vez. La muestra era tan bonita que me hizo olvidar la pieza de vidrio que en un primer momento pensaba incorporar, así que me reservaba la incursión en el vidrio para más adelante.

Salí un día un par de horas antes del trabajo  y fui a su taller de Torrejón, esta vez sin necesidad de GPS. Apareció por el portón de su nave industrial, sonriendo con su metro noventa y su pelo rojo realzado por el sol de la tarde.

– ¡Qué tal Raúl!

– ¡Qué pasa macho! ¿cómo van las lámparas?- Siempre es un placer ver a Raúl.

– Pues me las están publicando y exponiendo en todas partes,  pero las ventas van fatal…

– Ya tronco, es que estas cosas de autor, ya sabes.

– Pues sí, la verdad… pero ahora vengo por otra lámpara distinta. Te traigo unos planos para contártelos.

– ¿Otra lámpara? ¡No me jodas!

Fuimos al bar de la esquina, nos sentamos en la barra y nos pedimos unas cervezas junto a multitud de trabajadores del polígono industrial. Raúl vacilaba a todos ellos como un crío alegre y se notaba que ellos le tenían cariño.

Hablamos de la gente impertinente que mete prisa pero luego no paga y te deja tirado, de la falta de realismo en los presupuestos, de los cerrados de mente que se especializan demasiado mientras que él hacía desde muebles para grandes laboratorios hasta lamparitas como la mía.

Me corrigió el planteamiento de las roscas para facilitar las cosas al tornero y me explicó cómo haría la campana. Los laterales de la cabeza serían de chapa cortada por láser y la cara superior la curvaría en su plegadora con un útil cilíndrico.

Me lo quiso enseñar y volvimos a su tenebroso y destartalado taller para hacerme una demostración. Metió una pequeña pletina con los dedos hasta el fondo de la plegadora mientras la guillotina bajaba lentamente y él me hablaba despreocupado.

– ¡Por dios Raúl, no me mires a mí, mira tus dedos!

– Tranquilo hombre- me respondió sin apartar sus ojos de los míos mientras yo no apartaba los míos de sus dedos (Raúl conserva los diez enteros)

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Finalmente, soldaría las tres piezas, limpiaría el cordón, lo cepillaría y por último aplicaría el barniz antihuellas con el mismo punto de brillo que la muestra.

– ¿Cuál no se soldaba bien?

– El acero, el latón… se sueldan sin problemas, recuerda que es el aluminio el que no se deja.

En las primeras Mamet, un amigo de Raúl usó torpemente un blanco «tipex» bastante decepcionante, en vez del RAL 9010 aplicado debidamente que Imasoto usó con acierto después. Había pensado entonces que intervinieron demasiados oficios en un único producto. Me había propuesto reducirlos en el futuro y no quería olvidarlo ahora. El latón barnizado de Raúl era una maravilla tal cual, nadie me sabía recomendar un buen lacador,  y no tener que seguir buscando uno era un alivio para no interrumpir el proyecto.

Para la base, el tornero de madera me había pedido el anillo metálico para ajustar el rebaje de la pieza de madera a él. Raúl me pedía lo contrario: que le diera la madera y él ajustaría el anillo… Era la típica discrepancia que anunciaba el número abusivo de kilómetros entre polígono y polígono que me esperaba para coordinar aquello. Aún faltaba la elección de la luminaria, por no hablar del interruptor, que es un mundo en sí mismo (a no ser que se plantee en el cable como finalmente hice). Además había aprendido que la electrificación no podía estar a cargo de un «chispas» cualquiera , por muy bueno que fuera, ya que las lámparas deben estar homologadas por Industria para proteger al usuario de una posible electrocución.

De repente, todo se puso cuesta arriba y empecé a disponer de menos tiempo libre, lo que coincidió con problemas personales de Raúl que le hicieron desaparecer de la faz de la tierra.

El proyecto durmió varios meses, hasta que un día se cruzó en mi camino la empresa gallega de iluminación ALVE, con cuyo comercial en Madrid me cité en una terraza de la Latina para encontrar la manera de sacar las lámparas adelante. Todo era tan fácil con ellos que pensé que había truco. La fabricarían bajo pedido, ya fuera una unidad o cientos, con plazos de entrega y tarifas cerradas según el número de unidades. Tenían delegación en distintos continentes y la homologación estaba resuelta desde el primer prototipo, por lo tanto podía anunciar su puesta a la venta desde ya.

No pude ocultar al comercial mi cara de incredulidad.

– Bueno, bien, ¿no? – dijo satisfecho.

Era un salto desde el pie de calle a la fábrica, gracias al cual la lámpara se haría accesible a parte del mercado internacional de un plumazo. Las visitas a los pequeños artesanos de Madrid quedarían atrás. A partir de ahora hablaría por teléfono con el «Departamento de Ingeniería» en vez de visitar a Raúl, al Barnizador del Rastro o al Tornero de Vallecas.

Por un lado era una lástima, no solo por el placer de verles, sino porque difícilmente se puede alcanzar la calidad en los acabados de los oficios independientes y porque los «valores añadidos» de la autoproducción, tan presentes en estos tiempos de crisis, se perdían.

Sin embargo ALVE se comprometió con el carácter artesanal de la pieza y el resultado es, aunque no rezume el aroma cercano de los pequeños talleres, fantástico.

Además, en mi caso no es viable hoy en día una implicación permanente en el proceso de fabricación y venta y, con ALVE, tan solo tendría que derivar a un cliente interesado a la empresa.

En todo caso, la distancia que ha separado de golpe estos dos caminos productivos tan distintos ha sido grande y espero saber reducirla de alguna manera en el próximo proyecto.

Epílogo:

Tras un tiempo trascurrido desde lo arriba escrito, durante el cual el prototipo  ha dormido el sueño de los justos en el salón de un buen amigo, la lámpara acaba de ser adoptada por la compañía FABERIN, que a partir de ahora gestionará su fabricación y puesta a la venta a través de su web. Gran noticia que sucede en los mismos días en que la revista Monocle la reclama para una sesión de fotos con el fin de publicarla en su número de diciembre de 2017. De este modo, la Bankrobber se hace un hueco en la sección compras navideñas, después de lo cual vuelve, desde Londres, a casa por Navidad.