Truco

Mi palabra favorita en italiano es truco (trucco), que significa maquillaje. Más que un falso amigo, es un amigo vacilón: trucarse es maquillarse, ir trucado es ir maquillado. La aprendí en Londres, cuando vinieron al estudio unas comerciales italianas para dar una charla sobre su empresa de materiales. Eran dos mujeres arrolladoras, que evocaban una femineidad saturada de rímel, laca y pintalabios, de silicona, falso moreno y tacón de aguja. En pleno corazón de Shoreditch, donde su audiencia emanaba una juventud en camiseta, contemporánea y culta, ellas traían a la mujer ideal del primer Cinecittá, trucada para seducir al hombre clásico y heterosexual en la gran pantalla.

Los productos que nos presentaron eran unos compuestos de emplastecido pigmentado, aplicados a mano por personal especializado y que, una vez secos, resultaban en unas superficies que simulaban ser cualquier material imaginable. Su extenso catálogo, muy bien fotografiado, tenía nombre de perfume, y presumían de su filosofía artesanal, exclusiva y sostenible, de su fácil mantenimiento y de sus años de garantía.

Era uno más de los muchos trucos constructivos que proliferan con creciente inventiva: pinturas que imitan al acero cortén o al hormigón desencofrado; láminas autoadhesivas que reproducen el mármol thassos o la piel de serpiente; placas porcelánicas que aparentan ser madera de palo santo barnizada mate o aplacado de granito rosa abujardado…

Es la época dorada del truco, y apoyarla o no es adoptar una de dos posturas irreconciliables.

Sus defensores presumen con orgullo de falta de purismo, e insisten en que es “de buen técnico” abrazar las virtudes del nuevo mercado: precio, variedad, prestaciones… Hablan relajados a favor de la corriente (“si un cliente me pide la calidez de la madera pero no se la puede permitir, yo, como profesional, tengo la obligación de dársela”) y, sobre todo, admiran la capacidad de engaño, la calidad del truco. Pasan la mano por la fotografía de un roble impresa en vinilo, y dicen maravillados: “es increíble ¿cómo lo harán? parece madera de verdad”.

Por su parte, los retractores, con la mano puesta en el mismo sitio, sienten nostalgia y rechazo ante la perfección de su sintética falsedad. Saben que sujetar un ladrillo con la mano y preguntarle en voz alta “¿qué quieres ser?,” a lo Louis Kahn, solo es una pedantería antigua para el bando del truco (y una idiotez ante el resto de la humanidad), pero lo que para ellos es una sencilla obviedad (“si no te puedes permitir la madera, hay otras opciones antes de una pegatina impresa”), para los otros es una visión reaccionaria y antisistema, propia de casticistas sobreacademizados.

Aunque esta farsa matérica coincida con la ficción de las vidas personales en internet, es curioso recordar el aspecto despojado y honesto de mis compañeros de estudio en aquella presentación, en contraste manifiesto con las pastosas soluciones constructivas que se nos mostraban. Parecía como si el truco, igual que la energía, se hubiera transformado, mudado de los cuerpos de la gente al de los edificios, de los armarios de ropa y cajones de maquillaje a los planos de acabados y catálogos de materiales.