En el estudio donde trabajé hasta el año pasado tuve la suerte de diseñar unas marquesinas para un hotel cerca del Círculo de Bellas Artes. Estaban inspiradas en las que James Polshek incluyó en su rehabilitación del Carnegie Hall en los años ochenta: cinco marquesinas planas, idénticas e iluminadas en su canto, descolgadas de la fachada y muy bien integradas en ella. Las nuestras serían tres, también iguales. Para librarnos de los tensores de cuelgue las extenderíamos hacia el vestíbulo, equilibrándolas como un balancín. En vez de opacarlas, las haríamos traslúcidas mediante un vidrio laminado con malla metálica, que, retroiluminado en su perímetro, encendería vivamente las perforaciones laterales y suavemente el techo de acceso al hotel.
La comisión de protección del patrimonio es una entidad que todos llaman /cipán/ aunque nadie sabe cómo deletrear sus siglas. Según me cuentan con sorna, es un lugar en el que se fuma en pipa durante las deliberaciones (claro, que quien me lo decía era un estructurista con boina). La /cipán/ estimaba que nuestro diseño no podía volar hasta el borde de la acera (quizá para poderse uno mojar al salir del taxi cuando llueve); la superficie traslúcida no estaba permitida (es verdad que transparentar del todo muestra mejor la suciedad acumulada encima); y la iluminación estaba totalmente prohibida (para no ver la marquesina entre el resto de luces que la rodean de noche)… Pese a la especificidad de los requerimientos y a que era el único edificio de la calle carente de marquesina (y por lo tanto la pedía a gritos), la sentencia de la comisión aseveró que en aquel lugar no podía hacerse NINGUNA marquesina de NINGÚN tipo.
Sin embargo, unos meses después de esta mala noticia, cuando yo ya no trabajaba en el estudio, paseé por la zona y me encontré una marquesina (más grande), hecha por otros arquitectos, alzada en el mismo lugar que la nuestra. La sorpresa me duró solo un momento, lo que tardé en recordar que en este país las licencias urbanísticas pueden llegar a costar más dinero que las multas por construir sin disponer de ellas.
Por esas mismas fechas, el que ya era mi ex estudio recibió el encargo de rehabilitar otro hotel, esta vez en Gran Vía esquina con Montera (nada menos), y aquellas marquesinas olvidadas se recuperaron para la ocasión. Esta vez la /cipán/ accedió, reafirmándose en los requisitos de mojarse con la lluvia, mostrar la suciedad de día y ocultar la marquesina de noche (y, de paso, añadió la obligación de incorporar unos floripondios de forja). Además, el nuevo hall impedía el contrapeso y, finalmente, solo podría hacerse una marquesina, y no tres. “Bueno, como Oíza con Torres Blancas”, pensé.
Fue un buen ejemplo de cómo las circunstancias de la profesión pueden llegar a masticar la chicha de las ideas para luego escupir el esqueleto. Dicho esto, oye, no es un mal esqueleto y, además, como diría el poeta:
no todos los días
se deja huella
(por borrosa que sea)
en la Gran Vía.