Japoneses en Palermo

Según una anécdota familiar del pasado, un tío mío fue a cenar con su nueva novia, a quien nadie conocía, a casa de unos amigos acomodados. Al parecer, a la chica se le fue la mano con el vino, y a mitad de velada ya había empezado a perder el control, ante la incomodidad y los silencios embarazosos de los demás.

– Joder tíos cómo os lo montáis, casa guaaayyy, coche guaaayyy, piscina guaaayyy…

No era capaz ni de encadenar sus impertinencias con la conversación hasta que, finalmente, harto de aguantar el tipo, mi tío se apresuró a sugerir que ambos debían irse. Se fingió una desilusión unánime, pero estaba claro que no había otra opción. Salieron todos a la calle para despedirse y cuando subieron al coche y arrancaron, la chica, quizá inspirada por el silencio interior del vehículo, tuvo un momento de lucidez y mientras se alejaban asomó la cabeza por la ventanilla del copiloto, miró atrás y melena al viento gritó:

– ¡¡DADME OTRA OPORTUNIDAAAAAaaaaaaad…!!

La oportunidad de construir la butaca Kimono surgió dos años después de ser diseñada, cuando ya parecía que nunca iba a llegar.  La idea inicial había surgido a raíz de una crítica que alguien hizo a la rectitud de la silla del Fraile: “las sillas no son rectas, no lo son los asientos… los respaldos… los brazos… “, decía abstraído y pasando la mano y la mirada por las superficies de la butaca en la que estaba sentado, una joya de ebanistería escandinava, ligera y firme, que había comprado en un mercadillo de Amsterdam. Yo justificaba la planicie de mi modesta primera silla con el uso del acolchado para resolver la ergonomía (“es mínimo pero suficiente”) pero no tenía mayores argumentos. Quise entonces hacer un diseño sin un solo elemento recto, y los dibujos de lo que empezó siendo una silla acabaron achatándose y expandiéndose en forma de butaca ancha, que me recordaba a los pliegues de los Kimonos, a un samurai gordinflón con las manos asomando por las mangas. Cuando terminé los renders de la primera versión, quedaba claro que curvar todo aquello era un follón y que mis conocimientos no alcanzaban para construir las piezas ni para asegurar sus fijaciones. Preparé una presentación en cuya portada ponía «Butaca Kimono» en caracteres japoneses (traducción por cortesía de mi amigo Keigo) que envié a multitud de fabricantes, pero nadie se mostró interesado. Participé en un par de concursos, pero no conseguí ningún premio. Finalmente desistí, colgué los renders en Facebook y en mi web y ahí quedó la cosa. Otros muebles más factibles se me fueron ocurriendo y el empuje para seguir adelante con el proyecto se disolvió.

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Pero la oportunidad llegó. Fue a través de alguien cuya cordial enhorabuena en Facebook fue convirtiéndose con el tiempo en un verdadero interés por hacerse con ella:

– ¿Has construido ya la Kimono? me preguntaba varias veces al año.

– No… demasiado cara, demasiado compleja, no encuentro una editora, no tengo tiempo…

Lejos de ver en él la ocasión para hacer realidad la butaca, me lo quitaba de encima con argumentos de este tipo, hasta que las Navidades pasadas me volvió a llamar con mayor determinación. Estaba reamueblando su casa, buscaba dos butacas para el salón y no encontraba ninguna que le gustara más que la Kimono, así que la teníamos que hacer.

Además de sentirme halagado, me gustó ese «teníamos». Hacía poco había viajado a Florencia y pensé en los Medici, en mi buena suerte por tener un mecenas dispuesto a financiar mi diseño más difícil. Por tener, a pesar de mis propias evasivas, un primer encargo de mobiliario.

Mi mecenas, al que llamaré Cosme a partir de ahora tenía una inalterable fé en mí, como demostró al desoír una alerta que hizo sonar un arquitecto amigo suyo:

– Ten cuidado con estos arquitectos jóvenes, que hacen unos renders muy bonitos, pero luego la realidad es muy distinta.

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Una de esas zancadillitas entre colegas que nos gustan en la profesión. No eludí, sin embargo, reconocerle que era una advertencia razonable, ya que al no haber prototipo físico sobre el que corregir errores, en sus butacas todo tenía que salir bien a la primera: escala, comodidad, acabados, estabilidad… Le pedí que me dejara unos días para rescatar los archivos del proyecto y estudiar si me veía capaz de construirla con éxito.

Desde aquellos renders había aprendido mucho y ahora conocía las máquinas que iba a necesitar, como la prensa curvadora de tablero contrachapado, aunque algunas de ellas no las había usado aún, como la curvadora de metal por control numérico, la CNC de cinco ejes o los baños electrolíticos. 

También revisé el diseño mismo: acorté el fondo del asiento y alargué el respaldo; adapté los radios de curvatura de los tableros a los moldes de los que disponía el fabricante (un molde a medida vale una fortuna); aumenté el conjunto un diez por ciento (lo cual obligaba a revisar otras longitudes); y cambié las fijaciones pasantes por insertos roscados dentro de los tableros (aliviando así el exceso de “lunares” que atiborraban el diseño, aunque, por contra, se perdía la referencia a los “khamon” de los kimonos, que son los puntos blancos cuyo número indica la distinción de la prenda).

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Finalmente le dije «sí» a Cosme, consiguiendo omitir el «creo que» que iba delante, y su reacción fue uno más de los muchos gestos de confianza que me transmitió a lo largo del proceso. De hecho, fueron tantos y tan amables que llegué a sospechar que lo hacía para combatir sus dudas. Quizá no fuera así, pero en Cosme residía la sabiduría de quien comprende que mostrar desconfianza no tienen ninguna utilidad.

Charles Eames dijo en una conferencia a estudiantes que siempre consiguió sacar ratos para realizar sus diseños, incluso cuando «se vio obligado a trabajar» para unos estudios de cine en Los Ángeles porque él y Ray no tenían dinero. “Siempre hay tiempo libre”, decía, “y hay que ser muy celoso de él para aprovecharlo”.

Tengo fijación por los escritores que compaginaban su vida profesional con su actividad vocacional: Chéjov era médico y escribía por las tardes después del trabajo (motivo por el cual nunca se aventuró en una novela larga); Kafka escribía cuando no trabajaba en una empresa de seguros (por eso tenía tantos escritos sin terminar); Thoreau era topógrafo (“Walden” lo escribió en su retiro de dos años en el pantano); Paul Valéry escribía sus maravillosos “Cuadernos”, por las mañanas (“entre la luz de la vela y la salida del sol” ); etc… Por supuesto, ninguno de ellos tenía una vida familiar al uso, ese tercer y quizá imposible elemento de la ecuación.

Aunque las ideas pueden surgir en el momento más insospechado (y entonces no es complicado, como recomendaba Joe Strummer, «empujar a todo el mundo a tu alrededor, tirarte al suelo y anotarlo todo en un trozo de papel»), la dedicación al desarrollo es algo muy distinto, y requiere sacar horas de donde no parece posible. Entonces anima recordar los versos de Bukowski (otro escritor a tiempo parcial antes de ser famoso), con su inconfundible tono macarra:

(…)

No, nene, si vas a crear

vas a crear trabajando

16 horas al día en una mina de carbón

o

vas a crear en una habitación con tres hijos

mientras estás

desocupado,

vas a crear aunque te falte parte de tu mente y de

tu cuerpo, vas a crear ciego, mutilado, loco,

vas a crear con un gato trepando por tu

espalda mientras

la ciudad entera tiembla en terremotos,

bombardeos, inundaciones y fuego.

(Visto así, efectivamente, siempre hay tiempo que rascar).

Por suerte no tuve que tirar de tanta épica. Dispuse de un mes en exclusiva para refinar las medidas y preparar planos y archivos del modo que cada fabricante los pedía, así que cuando me reincorporé al trabajo los pedidos estaban en marcha y pude compaginar los viajes y las visitas a los polígonos industriales con mi rutina laboral.

No conozco programas de ordenador específicos del sector del diseño industrial, así que hice los planos en Autocad y me serví de las herramientas FFD y Proboolean del 3DStudio Max para deformar y perforar las piezas a ojo, aunque con la precisión de décimas de milímetro que ofrece el propio zoom del programa. Ver todos los planos juntos era como ver un surtido de galletas variadas. Todas curvas y ninguna igual a otra. Esa era la idea, pero ver el resultado era inquietante. Había revisado tantas veces cada plano y cada archivo que sabía que estaban bien dibujados, pero ahora quedaba que los fabricantes trabajaran con exactitud.

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En las butacas hay involucradas un total de once empresas y oficios repartidos entre Madrid, Zaragoza, Barcelona, Sabadell y Girona, así que todo se ha desarrollado en el eje de la Autovía A-2, que tan poco frecuento. Para lo madrileño, pude apañarme los viernes por la tarde (más algún sábado matutino en que conseguí ser recibido de forma excepcional) pero para el resto tiré de ese concepto tan gris que es “gastar días de vacaciones”.

El viaje a Talleres Tarema (Zaragoza), de ida y vuelta en el día, era el más fácil así que fue el primero. Es una empresa grande, el trato por teléfono había sido distante y me preocupaba que no hubieran tenido ninguna duda durante la fabricación. Tan solo me escribieron un breve email diciendo que las piezas estaban listas y cuando llegué tenían todo preparado en una caja de cartón con mi nombre, junto a otras muchas, en al portón de “recogidas”. No quise ser despachado así y pregunté por la persona que había hecho mis piezas para pedirle que me contara qué tal había ido y que me enseñaran la fábrica, lo cual hizo con orgullo y amabilidad. No he visto hasta ahora a ningún oficio reaccionar de manera distinta a esta petición.

Ver la curvadora de tubo por control numérico trabajar me recordó una conversación con mi amigo Rómulo, que es artista visual, en la que discutíamos qué va antes en el proceso creativo: las posibilidades técnicas que te aportan ideas inesperadas, o las ideas espontáneas que te empujan a una inventiva sobre cómo hacerlas realidad. Forma y técnica, el dúo clásico del huevo y la gallina, que nadie transmitía mejor en la Escuela que Ramón Araujo, con su “cerebro dividido en dos”. Un profesor que desde el departamento de Construcción se explaya hablando de las plantas de Stirling, y que citaba a Giedion más que a Benévolo. Araujo explicaba que no es tanto la técnica la que define los avances de cada época, como lo que el proyectista hace con esa técnica. Behrens tenía disponible el muro cortina y lo usó, pero fue Gropius el que comprendió lo que se podía hacer con él. Es como aquello de que en la vida no importa tanto lo que uno sabe como lo que hace con lo que sabe. Rómulo y yo coincidíamos en dejar a la técnica sugerir posibilidades, y eso mismo pensé al ver a la curvadora de tubo, que parecía estar diciendo “mira lo que puedes hacer conmigo (y lo que no)”.

Creo que los errores de las Kimono se explican por no haber nacido bajo este planteamiento, ya que su fabricación fue una lucha por conseguir materializar lo más fielmente posible aquellos renders que había hecho cuando aún no conocía bien las técnicas que iba a necesitar (aunque hasta la empresa con mejores recursos realiza varios prototipos hasta dar con la pieza perfecta). Lo bueno es que los errores son más ilustrativos que los aciertos, igual que todo lo que se explica apoyado en su contrario adquiere una mayor claridad, como demuestra aquel chiste que cuenta que el Banco Vitalicio no está donde El Corte Inglés, sino justo enfrente. Imposible no encontrarlo.

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Los dos fallos principales se concentraron en la banda metálica trasera (en la pieza fabricada por la empresa cuyo trato fue menos colaborativo):

1) La pletina debía soportar el respaldo, aportándole cierta flexibilidad ante el apoyo de la espalda mediante la propia torsión del metal, lo cual me parecía estructuralmente interesante. Pero la encargué demasiado delgada, de 2mm de espesor, así que la deformación es mayor de lo deseable y repercute en la sensación al sentarse;

2) Un interesante fallo en la banda trasera tuvo que ver con el cromado en la zona de las rosetas de fijación del respaldo. Lo hice en la empresa Cromados Martín, cuya nave contiene una batería de piscinas llenas de líquidos aterradores en las que, si caías, salías de ellas convertido en el Jocker. Yo creía que los baños electrolíticos alcanzan hasta el último rincón de lo que sumerges en ellos, igual que al meter la mano en un barreño lleno de tinta la sacas enteramente coloreada. Pero resulta que el recorrido de los electrones entre ánodo y cátodo es direccional, de modo que si la pieza tiene una superficie que tapa a otra, ésta impide que aquella se “bañe” correctamente, igual que un paraguas al cubrirte impide que la lluvia te moje. Esto provocó unas manchas (ausencia de cromado) inaceptables.

El baño es en realidad dos: uno que aporta un capa de níquel y otro que añade el cromado encima, y como las manchas se manifiestan más en esta última, me sugirieron quitarla para disimular el problema. El operario se mostraba románticamente partidario de esta idea:

– El níquel es el acabado de las camas de hospital de toda la vida, el cromo es una pijada, demasiado blanco, demasiado frío, no tiene alma…

Para mostrármelo, descromó la pletina hasta la mitad, lo cual se hace sumergiéndola en la piscina unos segundos con la carga eléctrica invertida, y pude ver ambas opciones juntas, la “pija desalmada” y la “cálida tradicional”. Quizá algo influenciado por su convicción, lo cierto es que el tono del níquel me pareció mejor compañero del roble, aunque perdiera una pizca de distinción. La broma me vino enseguida: “habremos renunciado al cromo, pero nos ha quedao niquelao”.

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Si mi palabra favorita en construcción es “berenjeno”, Una de las candidatas en la industria del mueble es “taladrina”, que suena a medicina para darte dolor de cabeza. La aprendí en Metalúrgicas Alcalá donde me hicieron los separadores cilíndricos de acero en su torno de metal. La taladrina es una mezcla de agua y aceite, que se vierte con una manguerita sobre el útil del torno mientras éste talla la pieza, para evitar que se queme y mejorar el perfilado.

Es una empresa mediana que se esfuerza por estar al día con la maquinaria, lo cual no es fácil en el sector del mecanizado por control numérico porque está en pleno desarrollo. Aparecen máquinas costosas y mejoradas cada pocos años, cuando las opciones de segunda mano no tienen sentido por estar ya obsoletas. Encontrar un taller así, que además acepte encargos pequeños es como encontrar un tesoro.

– Por eso vamos capeando la crisis, los que dependían de uno o dos clientes grandes, cuando se les han caído, se han hundido con ellos. Nosotros aceptamos cualquier encargo y así siempre tenemos algún cliente y vamos tirando.

Mientras grababa en video el proceso de torneado, le pregunté al operario si le molestaba que lo hiciera.

– No me molesta hombre, me gusta mi trabajo ¿sabes? a veces te tiras tres días con una pieza, cuidando mucho el detalle, y luego llega el cliente y… pues no lo valora.

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El siguiente paso era el viaje a Cataluña para los tableros curvados, las patas de madera y recoger las piezas de neopreno. Empresas Gurdó en Girona, ITDC en Sabadell, e Industrias Lork en Barcelona. Faltaría al trabajo un jueves y un viernes y ajusté las citas para visitar a los tres en apenas un día y medio, así que salí en coche el jueves a las cuatro de la mañana para que me diera tiempo a todo.

Cuando alrededor de las cuatro y media paré a llenar el depósito en una gasolinera y abrí la puerta, me golpeó en los oídos el estruendo del eje Madrid- Barcelona, en su frenético tránsito nocturno de trailers de mercancías. Echando gasolina en medio de aquel escándalo, soñoliento y con el frío de la madrugada en el cuerpo, la gasolinera mostraba ese lado oculto que tienen los lugares conocidos vistos en horas insólitas. Tras pagar a la cajera en su desangelada taquilla, retomar la carretera era adentrarse de nuevo en ese violento ambiente de camioneros, donde mi coche y yo parecíamos extranjeros.

El trayecto se fue calmando progresivamente, y comenzó a amanecer a la altura de Calatayud, cuando ya hacía rato que la carretera estaba despejada. Puse la radio y alguna emisora apareció con la canción de La Llorona, en una versión que no conocía y que tenía una estrofa que no recordaba:

Dicen que no tengo duelo, llorona

porque no me ven llorar

hay muertos que no hacen ruido, llorona

y es más grande su penar

Se instaló en mi cabeza el resto del viaje la pregunta de si esas palabras estaban o no en las versiones de Chavela Vargas y de Depedro. Uno de esos pensamientos sin recorrido que sin embargo se expande por el cerebro durante largo rato gracias al estado hipnótico de conducir de noche. Cuando más tarde la busqué en internet, descubrí que la cantante era Nana Mouskouri, que siempre me pareció una cursi infumable.

Con el sol recién aparecido, el paisaje aragonés se revelaba más achocolatado que la arenosa gama cromática de la A-3: el primer paso hacia la negrura del norte. Recordé una burrada que alguien me dijo una vez: «el mundo debería hundirse de Puerta de Toledo para abajo», y pensé que si tuviera que elegir, preferiría lo contrario. Las tres horas de trayecto que quedaban hasta la puerta de Gurdó, transcurrieron con el molesto sol muy bajo y de frente.

– La Kimono y el sol naciente, claro que sí, pensé.

Con un desequilibrio anímico entre las prisas y el agotamiento aparqué en la puerta de Gurdó a mediodía. El estiramiento de piernas tras un viaje de puerta a puerta de más de seiscientos kilómetros, precedió a una entrada en una faena que quería saborear sin contar con mucho tiempo para ello. El interior de la nave me recordó a la primera vez que entré en Imasoto: algo así como cuando Charlie entró en la fábrica de chocolates, aunque descafeinado ahora por la capacidad que tienen los años de experiencia para aguarte las sorpresas.

El mayor aliciente de toda la fabricación de las butacas era la CNC de cinco ejes, que estaba deseando ver en funcionamiento. Se trata de un cacharro del tamaño de un túnel de lavado con un brazo robotizado que se mueve de cinco maneras: desplazándose a lo largo de los ejes X, Y y Z (lo máximo que puede hacer una CNC de tres ejes) y además girar entorno al eje X y al eje Y. El extremo del brazo puede por sí solo elegir la fresa que necesita en cada momento, como un dibujante que cambia de lápiz, y además el mundo de las fresas es tan interminable como el de los tornillos. Es decir, cualquier cosa imaginable puede salir esculpida de ahí.

De las ocho patas que encargué ya habían mecanizado siete, y reservado la octava para que pudiera grabar un vídeo del proceso al llegar, lo cual no era nuevo para ellos. El encargado me dijo:

– Muchos diseñadores venís a hacer videos y no tenemos ningún problema, estás en tu casa, graba lo que quieras… pero a este no, que ha salido en demasiadas películas y está harto de cineastas.

Se refería al operario de la CNC, que en realidad era encantador. Le hice caso a medias, y le saqué en la primera secuencia, movida y desenfocada, de la peliculita, en la que se nos oye hablar entre risas de mi fascinación por el invento y de cómo a él ya le da igual porque lo ve todos los días.

Yo hubiera preferido hacer las patas enteramente en la CNC, para ver el pleno potencial de una máquina a la que le das un trozo de madera y te devuelve terminada una pieza compleja, con curvaturas dobles y perforaciones inclinadas. Esto es técnicamente posible usando fresas convexas, pero prefirieron usar solo las cilíndricas, para definir las seis caras del prisma, y hacer el redondeo de los bordes y el pulido manualmente. Así pues, el resultado es una colaboración entre hombre y máquina, difícilmente evitable por otro lado. Miguel Angel 2.0 mano a mano con el de carne y hueso.

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En un par de sitios he oído que ITDC son los mejores de España curvando tableros contrachapados. Una técnica que muy pocas empresas nacionales realizan. Ellos cuentan apenas dos o tres competidores y desdeñan con orgullo a los que usan maderas baratas como el chopo o el pino, en las almas de sus tableros, o a aquellos que no están volcados en el mobiliario y se centran en sectores que requieren menos finura, como es la inmune a la crisis comercialización de féretros. Las chapas de los primeros Maggie son de chopo y calabó, y efectivamente sus aristas se abultan ante el más mínimo impacto. Los tableros que me hizo ITDC son “por lo menos” de chapa de haya en el interior y de roble en el exterior, y ante mi petición de que por favor mataran los bordes, su respuesta fue un ofendido “hombre, por supuesto”.

Me habían dicho por error que tenían el molde curvo de radio 3cm, que necesitaba para los brazos, y cuando descubrieron que no era así me fabricaron uno sin decírmelo y sin cobrármelo. Así es como tuve la suerte de contar con mi primer molde para tableros personalizado, lo que no deja de aumentar la exclusividad a la butaca.

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Con el jefe de fábrica y el director de la empresa viví unas horas frenéticas al tener que reaccionar ante una inesperada incompatibilidad entre los insertos y los tornillos, cuya solución explica el tercer error que tienen las butacas. La profundidad de los insertos roscados de los brazos, proyectados en métrica ocho (M8), era mayor de lo que me habían dicho por teléfono, tanto, que no cabían embebidos en el espesor de los tableros y tuvimos que sustituirlos por otros de métrica seis (M6), cuyos tornillos tienen la cabeza más pequeña y queda algo raquítica asomando desde el agujero de las patas. Era el mediodía del viernes y todo estaba a punto de cerrar así que corrí como un loco por el polígono buscando el tornillo necesario, que encontré por los pelos y en el último momento. Cuando volví a ITDC empapado en sudor y con mi tornillo en la mano, la nave ya se estaba vaciando de gente, pero el director y el jefe de fábrica se quedaron conmigo hasta que comprobamos que las piezas encajaban entre sí y que cada tornillo roscaba en su sitio. Cuando dimos la yincana por terminada eran ya las cuatro de la tarde y no quedaba nadie en la empresa.

A mi pregunta de dónde se comía bien por el polígono, me respondieron que había un sitio donde la comida era buena y otro donde tenían el mejor whisky (“en el otro solo tienen Cardhu”). Era viernes, mis gestiones catalanas habían terminado y el estrés vivido merecía una celebración, así que me propusieron que comiéramos los tres en el segundo.

Durante la comida, rodeados del feliz bullicio del final de la semana en el polígono, hablamos a gritos de nuestros orígenes: arquitectura, ingeniería industrial, la automoción.  La empresa había tenido otro nombre antes pero acumulaba un largo bagaje en esta especialidad tan infrecuente que es el tablero curvado. Tenían de clientes a los mejores diseñadores del país y también del extranjero pero mantenían su interés en ayudar a los jóvenes aceptando encargos puntuales y poco rentables. Que historias como la mía les resultaban especialmente estimulantes es algo que dijeron con sinceridad en la voz. Además, mi generación era la que algún día sería más relevante y les gustaba apostar por merecer una buena impresión en nuestro recuerdo. Cuando les confesé mi edad me dijeron entre risas que como parecía más joven, daba lo mismo. Si con el primer whisky brindamos por el éxito de las Kimono, con el segundo lo hicimos por nosotros mismos y por el futuro en general. Mantuvimos la compostura y no buscamos motivos para un tercer brindis, pedimos la cuenta y no me dejaron pagar.

Con las dos butacas desmembradas en múltiples paquetes cuidadosamente embalados en la parte de atrás del coche, me di cuenta de que no podía conducir en aquel estado. Fui hasta un fotogénico árbol erguido en el centro de una explanada de arena, que hasta hacía un rato había sido un parking abarrotado, aparqué bajó él y dormí la mona en el asiento del conductor. El coche olía a serrín y en el polígono no quedaba ni un alma.

Antes de volver a Madrid, quise aprovechar el viaje para visitar en Barcelona a mi amiga Gádor, con quien había trabajado hacía tiempo. Me llevó de paseo por el centro en busca de un restaurante para cenar con su amigo japonés, a quien conoció en el estudio de Toyo Ito, y que alternaba el catalán con un perfecto castellano. Estaba prometido con una siciliana con la que esperaba un hijo, e iban a casarse por el rito católico en Palermo, estando ella embarazada de ocho meses.

– Por favor, si la consigues, enséñame una foto de ambos bajando la escalera de la Iglesia.

Barcelona estaba radiante, pero la abundancia de sitios donde cenar, todos caros y abarrotados, hizo saltar mis prejuicios sobre la muerte por éxito del encanto de la ciudad y eso de que Madrid me gusta más gracias a que en general gusta menos. Como si tu pareja tiene la sangre más dulce que tú y por la mañana descubres que todos los mosquitos le han picado a ella. El argumento del mar como diferenciador entre ambas ciudades alcanzó un nuevo nivel por algo que Gádor me contó. Ya conocía su costumbre de nadar a diario, pero pensaba que lo hacía en una piscina. En vez de eso, cada mañana, temprano, antes de ir al estudio, camina a la playa desde su piso del barrio gótico y se adentra en el mar, aún de noche, a unos 100 metros de la orilla y nada alrededor de una hora hasta que sale el sol.

– ¡Un día me pasó un delfín por debajo!

Pensé en los convencionales arranques de mis días y en las mil metáforas que podrían derivar de esa soledad nocturna en el mar antes de ir al trabajo. Fue uno de tantos ejemplos que demuestran cómo la realidad supera a la ficción y el segundo amanecer memorable que me traje de Cataluña.

Para mi vuelta a Madrid, el Google Maps me guió por el follón de autopistas que unen Sabadell con Barcelona, que parecen haber sido hechas a boleo por una persona y más tarde unidas sin mucho éxito por alguien distinto. Cuando vi el primer cartel de “Madrid” apagué el móvil, me recosté en el asiento y comenzó el paseo mental de todo lo que me faltaba por hacer (barnizado, tapizado y montaje) y de lo que había pasado esos tres días por mi retina. Los viajes en solitario avivan cada detalle e invitan a ser narrados, como bien sabía Sam Shepard en sus “Historias de un Motel” que justo acababa de leer y que me hizo pensar que, si eso era un libro, yo también podía escribir uno. Recordé la frase de Shepard “el vacío está detrás de todas las cosas”, sobre el desaliento que sigue a las metas alcanzadas… ¿qué hago después de las Kimono?… Creo que cuando se las entregue a Cosme me pondré con el Plumier… o mejor con el Girasol… Lo mejor de mis muebles son sus nombres… parezco el ingeniero de Blade Runner que se fabrica criaturas para hacerle compañía… Gádor está pensando en cambiarse otra vez de ciudad, yo por ahora prefiero quedarme en Madrid… ¿Barniz mate o satinado? El puntito de satinado se vuelve mate con el tiempo, pero me da miedo, a ver si me voy a pasar… No, mate, siempre mate, mejor ver una muestra antes… El del servicio de habitaciones apareció en la puerta con una botella de cava y dos copas porque pagué la noche con un “Box noche romántica” que me habían regalado en Navidad… ¿cómo decía Sabina?… Pobre aprendiz de brujo / que escupe al firmamento / desde un hotel de lujo / con dos camas vacías… Ay Joaquín, no te mueras nunca. 

A las dos horas de viaje vi el anuncio de la salida a Benicassim. Pensé en su festival, al que nunca he ido… Carmen trabajó en él, bailando una pieza de un coreógrafo americano bastante malo. Dicen que en la danza yankie de las últimas décadas hay mejores intérpretes que creadores, hasta yo lo noto… Espera un momento… ¿Benicassim?… miré a la izquierda…¡¿PERO QUÉ HACE AHÍ EL MAR?! En algún momento había cogido la autopista del Mediterráneo en vez de la A2. Tuvo que ser justo después de desconectar el Maps. ¡Pero si no vi ningún cartel!

Ya era demasiado tarde para dar la vuelta y retomar el camino correcto, así que decidí seguir hasta Valencia y girar por la A3 rumbo a Madrid. Madre mía, pensé, la A3 está tan presente en mi vida que me sacas de ella y mi inconsciente me empuja hacia el sur y me trae de vuelta. El despiste brindó la posibilidad de coronar el viaje con un buen arroz (“¡no es paella, es arroz!”), y de cargar el coche con unos sacos de naranjas. Estos estereotipos nacionales mezclados con el cargamento de maderas eran la viva imagen de la fabricación de las butacas: si hacer la silla del Fraile había sido en un paseo veraniego en chanclas por el Rastro, las Kimono estaban siendo un viaje en coche por las autopistas del país.

Llegué a Madrid el sábado por la tarde y la mañana del domingo era el momento de la verdad. Con la ayuda de Carmen desplegué todas las piezas ordenadas sobre la alfombra del salón, a modo de alijo encautado por la Guardia Civil. Estaba acojonado. Mucho dinero y tiempo invertido en esa colección de formas distintas entre sí, que ahora debían convertirse en una butaca a la altura del esfuerzo hecho. Empezamos a montarla, las barras atornilladas al asiento, los brazos al asiento, las patas a las barras y a los brazos, la banda trasera a las patas, y finalmente el respaldo a la banda. Tras un rato en el que cada pieza fue encajando milagrosamente en la anterior, una Kimono estaba ahí.

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La proporción de la butaca estaba bien y era fotogénica. Era firme al sentarse la anchura exagerada daba una sensación apacible y digna al apoyar las manos. Pesaba más de lo que esperaba y con lupa y empeño podían encontrarse un par de imperfecciones, pero el resultado, aún a falta del tapizado y el barniz, era excelente.

La desmonté de nuevo para llevarlas a barnizar. Descarté la aplicación manual a muñequilla en favor de un buen barniz de poliuretano a pistola en cámara presurizada. Para ello conté con la empresa Losadart, en el polígono de Costa Polvoranca. Echaba de menos al maestro Cholo y a su minúsculo taller del Rastro, pero en este caso empeñarme en eludir la fiabilidad de la industria era un romanticismo injustificado.

– ¿Barniz mate o satinado?

– Mate, mate, siempre mate (tenía la respuesta preparada)

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El último paso era el tapizado. Me cité con Cosme en la tienda de Vitra de la calle Padilla para seleccionar juntos una piel de vacuno. Llevé mi muestrario de maderas bajo el brazo para elegir su combinación, y tras varias ideas la ganadora fue madera de roble más una piel negra modelo “Asphalt”. Era quizá la opción más conservadora, pero también la más infalible y lógica para una primera versión de la butaca. Además, en su salón los tonos eran blancos amarfilados con contrapuntos muy oscuros en los cuadros y en los muebles, que acogerían bien estos materiales. Cada pequeño detalle en Vitra es extraordinario y el tacto de sus pieles no es una excepción. ¿Qué les darán de comer a estas vacas? Había recogido varias muestras de piel en la empresa que tapizó el congreso de los diputados (inolvidable cuando desenrollaron una vaca roja entera sobre el mostrador) pero incluso ellos, al lado de Vitra, eran de andar por casa. Necesitaba un tapicero a la altura de las circunstancias. Visité a los dos que mejor impresión me dieron en mi búsqueda, con la intención de observar sus reacciones al ver la piel. Mi conversación con el primero fue algo así:

– Yo te podría haber vendido una piel como esta. ¿Cuánto te ha costado?

– 280 Euros.

– ¡Ja! Yo te la consigo por 60, hombre. Mira este muestrario ¡La B011 es igualita!

– Gracias, ya le llamaré.

Algo preocupado, visité al segundo tapicero, llamado Luis Florido. En su web presumían de haber tapizado el Chester de Risto, típica tarjeta de presentación de la que hay que fiarse a medias, porque Risto podría ser su primo, o deberle dinero. Me encantó su taller, amplio, ordenado, limpio, con abundante luz cenital, la radio puesta a un agradable volúmen y situado en una de esas calles perpendiculares a Alcalá, recién cruzada la M-30, en la que hay tantos talleres que ciudad y polígono conviven con naturalidad. Una panadería junto a un taller de neones, una clínica dental junto a un tapicero.

Desenfundé un trozo del rollo para que Luis la tocara. La agarró con fuerza, la estiró, la soltó, la acarició, la volvió a estirar. Estuvo así un buen rato, enmudecido en un silencio reverencial.

– Esta piel… esta piel…

Me encantó ver cómo el conocimiento puede, por sí solo y en apenas un instante, hablar más que todo el marketing del mundo junto.

Luis me hizo ver el problema de haber diseñado un asiento tapizado cóncavo, ya que al grapar la piel tensada en todo el perímetro tendería a perder la curvatura, con el tiempo la zona central daría de sí y saldrían arrugas. La solución era graparla con fuerza solo delante y detrás, dejando las grapas laterales sin apenas tensión. Hicimos varias pruebas con gomaespumas y finalmente pusimos una dura de cuatro centímetros y otra blanda encima de uno, que daba una buena sensación y mantenía la piel firme.

Era un profesional sin complejos en reconocer sus miedos, lo que para mí es siempre mayor motivo de confianza. Nunca había trabajado una piel tan elástica, así que no estaba seguro de que al pasarle la máquina fuera capaz de mantener recta en todo momento la línea de costura. Yo había comprado el pedido mínimo, un metro lineal (por un metro cuarenta de ancho), que alcanzaba por los pelos para las dos butacas y no había margen para repetir nada. Me dijo que le diera tiempo para pensar y que ya me llamaría. No tardó ni una semana en comunicarme que el trabajo estaba terminado. Desde su taller las butacas irían directas a casa de Cosme, así que esa llamada suponía el final de la fabricación.

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Aparcamos la furgoneta de Luis en la puerta de Cosme y descargamos las butacas envueltas en plásticos sobre la acera. Bajo la sombra de los plátanos, parecían dos fantasmas paseando por la ciudad con una extraña personalidad propia. Cosme apareció por la puerta con su exultante metro noventa, cogimos cada uno una butaca, las metimos en su casa y las pusimos en su sitio, un vacío en el centro de su inmenso salón que parecía estar esperándonos. Cosme sirvió dos gintonic y pasamos un rato sentados cada uno en su Kimono, brindando a su salud y hablando de mobiliario y de pintura, de conocidos comunes, de su bonita casa en Cádiz y de los meses transcurridos desde su llamada navideña hasta ese momento. Un auténtico gentleman feliz por abrir su casa a un proyecto como el que con ese brindis cogía forma, e insistente en su deseo de ayudar a su promoción.

No hay manera de hablar de los méritos propios sin perder estética por el camino, una absurda aunque inevitable realidad social, como, por ejemplo el atractivo de la indiferencia. Por otro lado, la “vanidad de la modestia” de la que habla Ernesto Sábato es detectable a la legua… así que no hay salida. Durante la construcción de las butacas me he recreado en la idea de la suerte. Me he sentido afortunado por contar con la oportunidad de hacerlas cuando no eran más que un render olvidado, por conocer la tecnología necesaria en ese momento, por disponer de un mes libre para dibujarlas, por que las piezas encajaran milagrosamente y por que alguien quisiera hacerse con ellas, a quien he llamado mecenas en vez de cliente.

Mi hermana, que siempre vela por mi autoestima, me dijo:

– No entiendo qué tiene que ver la suerte con todo esto. Si en el mundo existe, por ejemplo, una señora que quiere un bolso de determinado estilo, un profesional que diseña en esa línea y una tienda que los vende en un barrio donde abundan tiendas de ese tipo, la mujer paseará por ese barrio, y no por otro, con ese bolso en mente para, efectivamente, dar con él. Uno crea y expone, otro busca y consume. Es una cadena establecida que funciona bien y en la que la suerte no pinta nada.

Da gusto presenciar la mente única de mi hermana en acción.

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