Frailes

En la ciudad costera de Águilas, al sur de Murcia, donde la cercanía con Almería desertiza el paisaje, y la provincia se vuelve más Cabo de Gata y menos La Manga, está la bahía del Hornillo, cuya vista panorámica podría resumirse de la siguiente forma:

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En la ladera de la izquierda hay un complejo residencial encajado con calzador en la roca.  Es quizá el mordisco más grotesco que la especulación haya dado a una montaña, un prohibido y forzado empeño en mirar al mar desde donde no es posible hacerlo. Junto a él, hay otra urbanización que aspiraba a lo mismo, pero que no lo logró. Su construcción se interrumpió por falta de fondos, y el resultado es una especie de obra Land Art, plásticamente inquietante y ecológicamente lamentable. Todo un pedazo de costa esculpido a base de muros de contención, lisos y escalonados, a los que le falta la arquitectura encima.

A la derecha, el Muelle del Hornillo atraviesa el mar en diagonal, como el esqueleto de un rascacielos de Chicago tumbado en su superficie. Es el antiguo punto de transición del mineral, que conectaba los trenes de tierra adentro con los barcos cargueros. Sus toboganes y raíles están hoy en desuso y su acceso vallado, pero todos en el pueblo saben cómo entrar. Los pescadores se cuelan cada tarde y se instalan en la punta del muelle, donde pueden verse sus linternas moviéndose toda la madrugada. En verano, pandillas de chavales juegan a saltar al agua desde las distintas alturas de la estructura, cayendo un par de segundos antes de que llegue el sonido de sus gritos y chapuzones. Desde sus dos niveles (el bosque de metal oxidado inferior y el llano de destartaladas tablas de madera superior), puede verse cómo la Isla del Fraile queda alineada al fondo, como si el muelle la estuviera apuntando para disparar contra ella.

La forma de la isla sorprende por su parecido a una zapatilla deportiva. Con la curva del empeine, la lengüeta y los cordones, el saliente posterior de la suela, el protector del tendón de Aquiles y la puntera reforzada sobre los dedos, perfectamente definidos. Sin embargo, mirándola desde otros lugares de la costa, la zapatilla se deforma. Vista desde más al sur, se vuelve esbelta hasta ser más alta que ancha, variando tanto como varía un pez de frente y de perfil. Desde el norte ocurre lo contrario: la isla se compacta, se vuelve elíptica, y pierde todo rasgo diferenciador.fraile-colorPor la noche, la luna aparece por encima de la isla proyectando su sombra hacia nosotros. Su reflejo tintinea en la superficie del agua, junto a las luces de los pescadores y las de advertencia de las piscifactorías, las farolas de la urbanización fantasma y las ventanas de los apartamentos. Al amanecer, una franja de difusos morados atraviesan la isla por su espalda, justo antes de que el sol asome por su lado izquierdo y la franja se vuelva una linea nítida entre dos azules. A partir de ahí, y a lo largo del día, la isla refleja las diferentes tonalidades de la luz diurna hasta que, justo antes del anochecer, se enciende como una fogata para finalmente desaparecer.

Para llegar a la isla hay que alcanzar antes la Playa Amarilla. Existe para ello una carretera, que serpentea a través de la fallida urbanización, que está plagada de farolas destinadas a alumbran las viviendas inexistentes. Pero también es posible llegar a pie por un sendero que recorre la ladera de la montaña. Andar por él es hacerlo por la arena, la roca y el arbusto muerto bajo el sol abrasador. Lo más parecido a un paseo por desfiladeros de Marte a los que han quitado el tono rojizo y le han puesto un mar debajo. Una caminata alienígena en cuyo final se despliega dicha playa, desde la que la Isla del Fraile muestra ampliados sus detalles.

En su parte inferior, la isla alberga unas ruinas de la misma arenisca que modela su orografía. Restos de muros y desmontes que forman parte de su superficie con naturalidad, como cicatrices de juventud en una piel vieja. Según a quién preguntes, el origen de las ruinas varía. Casas de pescadores, almacenes asociados al comercio del mineral, moradas de antiguos frailes… Una incertidumbre que alimenta su mito y las asemejan, como a tantas otras ruinas de la zona, a fragmentos ampliados de un fósil del desierto, prehistórico y desconocido.

Desde la playa se puede nadar con facilidad hasta una pequeña cala que hay en la isla. Al avanzar, ésta crece ante ti, más y más a cada brazada, hasta que, al pisar tierra y finalmente caminar entre sus construcciones derruidas, uno parece haber encogido, como un insecto que se desliza entre las piedras.

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¿Y qué tiene que ver este lugar con la silla?

Que frente a él fabriqué el prototipo. Las ambiciones del diseño eran tan limitadas que rendir homenaje a este hecho parecía más apropiado que hacerlo a sus propios logros.

Llevé los planos, maderas, sierras, lija, tornillos, cola y sargentos y me pasé dos días envuelto en serrín. El resultado fue tan desastroso que ni merece el nombre de «prototipo». Maqueta de trabajo a escala 1:1 sería la descripción adecuada. Al sentarme en ella, aguantó mi peso unas cinco o seis veces antes de desmoronarse. Por suerte, no lo hizo a la primera, y dio tiempo a comprobar errores de medida. El fondo era demasiado corto, el respaldo debía ser más vertical, el ancho aceptaba reducirse un poco y el ensamble de las patas delanteras se podía simplificar.

Al verla por primera vez en su tamaño real, su medio perfil posterior era mejor que el delantero, igual que le pasa a las Mamet, a la Bankrobber y a la butaca Kimono, como si me fuera más difícil mirar de frente que por la espalda o con el rabillo del ojo. Quizá las sillas, por el sentido de su asiento, tienden a dinamizarse hacia adelante, y son más fotogénicas desde este lado lateral-trasero, como le pasa a los trenes o a los aviones, que son más elegantes yéndose que llegando.

Para inmortalizar el momento puse la autobiografía de Wright en el asiento (que por fin terminé esos días) y le hice unas fotos con la isla de fondo. Quiero ver en ellas el aliento mediterráneo, tan distinto a la neutralidad del norte, de algún modo más «a flor de piel», más moruno y menos esquimal, que toma todo lo creado bajo el sol del Sur.

El prototipo (ahora sí) vino después, en Madrid. Toda la silla es un ejercicio de carpintería, a base de ensambles encolados sin tornillería (excepto el asiento, que es desmontable para permitir el cambio de tela). Maderas Agulló de nuevo, donde ya todos me saludan por mi nombre. Y de nuevo José, con su buena disposición al teléfono y sus largos y bien escritos emails. Tienen fama por la calidad de su madera, y además tienen una CNC de tres ejes (que maneja José), y a Pablo, un meticuloso carpintero de toda la vida. Un servicio muy completo gracias al cual van capeando la crisis. Quería madera clara y me recomendaron el fresno. Resistente, elástico, más noble y con la veta más marcada que la haya, que era la opción más obvia en un principio. Cuando fui a recoger la silla terminada su estabilidad era asombrosa, y el fresno pulido y sin herrajes, así como la precisión del corte y el encolado eran tan perfectos que parecía un render.

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El barniz lo haría Cholo, el maestro barnizador pelirrojo del Rastro, en su pequeño garaje junto a Ribera de Curtidores. Con las Mamet no me quiso explicar el proceso, pero le volví a insistir y esta vez accedió: aplicaría dos capas de tapaporos con brocha, con quince minutos de secado entre ambas; a continuación cinco manos de barniz a muñequilla, aplicado siempre en el mismo orden para que vaya secando antes de la siguiente mano (y así ahorrar tiempo), siempre «al hilo» (en el sentido de la veta), pero no demasiado en paralelo (para que no se marque el movimiento de la mano); después un cepillado y una pasada con esponja metálica muy fina para quitar el polvillo que se forma al cepillar; y por último, un limpiado con gasa mojada en aguarrás. Cuando le pregunté qué le debía me respondió que veinte euros por el barnizado. Pero que la explicación me la regalaba.

Para el tapizado fui a La Tapicera, en la calle Bastero, en pleno rastro, a hacer lo más difícil de todo: elegir una tela entre mil. A la vuelta de la esquina, en la calle Carlos Arniches, están sus proveedores de guata y gomaespuma, un lugar donde el tiempo parece haberse congelado hace una eternidad. Con la tela y la gomaespuma elegidas fui a un tapicero jordano llamado Mansour, en la calle Almadén, del barrio de las Letras, un hombre poseedor de esa paz interior contagiosa, característica de los musulmanes. Mansour resolvió los pliegues delante y detrás, para no interferir en los listones laterales, y grapó la tela negra inferior en los cantos contrarios, para ocultar las grapas. Gracias a esto, y a que el diseño no requiere de escuadras para rigidizar, la silla es presentable también desde abajo.

Todo este proceso estiró al máximo, quizá hasta la exageración, el planteamiento de «pensar en global actuando desde lo local», ya que la silla fue diseñada y construida en un radio de acción mínimo. Un afán localista del «Hecho en Madrid» que alcanzaba el estatus de «Hecho en el Rastro (y alrededores)». El resultado, impecable, es fruto del talento de estos oficios del barrio, a quienes coordinar fue, literalmente, un paseo veraniego por el centro de la ciudad.

«We build sketches» fue la respuesta de un ex-compañero de trabajo holandés, al que una vez pregunté su opinión sobre la arquitectura de su país. La silla tiene algo de esta mentalidad inmediata de las tierras bajas. Es poco más que una materialización (rectilínea) de un esquema (de medidas). Una simplicidad de planteamiento que se debe, por un lado, a que he querido verla como un lienzo sobrio y listo para el buen hacer del artesano y, por otro, a que es la primera que hago, a la auto imposición de un modesto «primer ejercicio».

Así pues, en realidad, esta sencillez da también sentido al nombre, más allá de la isla, porque supone una respuesta directa al mero acto de sentarse. Parca y austera, como la vida de un fraile.fraile-alzados